Mi auto-ética depende, en cierto modo, de mi carácter, que es más bien bonachón. Sin haber intentado nunca adquirir poder, no he tenido que entregarme a los manejos e intrigas de ambiciosos y asesinos. Naturalmente no pongo zancadillas ni doy golpes bajos. No respeto la ley del hampa. Me siento vegetariano en un mundo carnívoro. Soy ciertamente capaz de malos pensamientos, pero no duran demasiado y basta con muy poco para apaciguarlos. El recuerdo de una fechoría cometida contra mí desaparece, en mí, al cabo de diez años, como si la prescripción se efectuara de un modo natural...
ÉTICA
En fin, sabemos que somos seres, individuos, sujetos y que estas realidades existenciales son centrales, no reductibles. Mientras que precisamente en la visión econocrática o tecnocrática el factor humano es la pequeña irracionalidad que hay que integrar para funcionalizar los rendimientos, por el contrario, hay que integrar el factor económico y técnico en una realidad multidimensional que es biosocioantropológica.
Mi horror por la exclusión procede sin duda de la experiencia judía, pero eso no basta; los mismos judíos o israelíes rechazan y excluyen a los árabes. Yo había universalizado ya mi aversión por todo lo que ofende, y el autor de Humillados y ofendidos había sabido hacerme aborrecer cualquier humillación infligida a otro, sea quien sea. Odio, pues, el odio, desprecio el desprecio, rechazo lo que rechaza. Jamás realicé ese primer gesto de exclusión que es negar la mano a quien la ofrece. Nunca he anatematizado, nunca he pedido la prohibición de una voz, de una idea, de una música. Así mismo, la prohibición de Wagner tras la declaración de guerra de 1939 en Francia, como esa misma prohibición en Israel, no sólo me parecen absurdas sino también portadoras de un germen repugnante. Para no permitir que la música se contaminara con algo distinto a ella misma, asistí al concierto dado por la Orquesta Filarmónica de Berlín, dirigida por Fürtwangler en Lyon, en 1942 o 1943, concierto que los resistentes habían decidido boicotear.
Siempre he concedido, naturalmente, la primacía a la amistad sobre los intereses, las relaciones y la ideología. No he roto con mis amigos que, a partir del pacifismo, se habían deslizado, habían derivado hacia la colaboración. La calidad de la persona me importa más que la calidad de sus ideas u opiniones. Como dice Lichtenberg, «regla de oro: no juzgar a los hombres por sus opiniones, sino por lo que sus opiniones hacen de ellos». Mi principio es que la amistad atraviesa las diferencias y las oposiciones políticas. Y porque creo en la amistad ésta es, para mí, trans-política, trans-clasista, trans-étnica y trans-racial.
Y he aquí, más fuertes que nunca, más complementarias que nunca en su antagonismo, mis cuatro polaridades: la duda, la fe, el misticismo, la racionalidad. Éste es el nudo de «mi» complejidad, complejidad que me ha preocupado siempre, hasta la emergencia del pensamiento complejo.
El pensamiento complejo no termina con el asombro. Todo me asombra, siempre, cada vez más. Estar aquí, vivir, morir, ver las caras por la calle, mirar mi gata que me mira... Todo es increíble... Mi conciencia se asombra de que yo sea un ser físico, una máquina, un autómata, un poseso, y se asombra de ser consciente entre tanta inconsciencia.
Estoy rodeado de misterio. Tengo la sensación de caminar en las tinieblas rodeado por galaxias de luciérnagas que, al mismo tiempo, me ocultan y me revelan la oscuridad de la noche.
http://www.edgarmorin.org/blog/24-tematica/etica/63-etica.html
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