Índice
Prólogo de Zarathustra
Los discursos de Zarathustra
De las tres transformaciones
De las cátedras de la virtud
De los trasmundanos
De los despreciadores del cuerpo
De las alegrías y de las pasiones
Del pálido delincuente
Del leer y el escribir
Del árbol de la montaña
De los predicadores de la muerte
De la guerra y el pueblo guerrero
Del nuevo ídolo
De las moscas del mercado
De la castidad
Del amigo
De las mil metas y de la única meta
Del amor al prójimo
Del camino del creador
De viejecillas y de jovencillas
De la picadura de la víbora
Del hijo y del matrimonio
De la muerte libre
De la virtud que hace regalos
Segunda parte
El niño del espejo
En las islas afortunadas
De los compasivos
De los sacerdotes
De los virtuosos
De la chusma
De las tarántulas
De los sabios famosos
La canción de la noche
La canción del baile
La canción de los sepulcros
De la superación de sí mismo
De los sublimes
Del país de la cultura
Del inmaculado conocimiento
De los doctos
De los poetas
De grandes acontecimientos
El adivino
De la redención
De la cordura respecto a los hombres
La más silenciosa de todas las horas
Tercera parte
El caminante
De la visión y enigma
De la bienaventuranza no querida
Antes de la salida del sol
De la virtud empequeñecedora
En el monte de los olivos
Del pasar de largo
De los apóstatas
El retorno a casa
De los tres males
Del espíritu de la pesadez
De tablas viejas y nuevas
El convaleciente
Del gran anhelo
La otra canción del baile
Los siete sellos (O: La canción «Sí y Amén»)
Cuarta y última parte
La ofrenda de la miel
El grito de socorro
Coloquio con los reyes
La sanguijuela
El mago
Jubilado
El más feo de los hombres
El mendigo voluntario
La sombra
A mediodía
El saludo
La Cena
Del hombre superior
La canción de la melancolía
De la ciencia
Entre hijas del desierto
El despertar
La fiesta del asno
La canción del noctámbulo
El signo.
Prólogo de Zaratustra
Cuando Zaratustra tenía treinta
años abandonó su patria y el lago de su patria y marchó a las montañas. Allí
gozó de su espíritu y de su soledad y durante diez años no se cansó de hacerlo.
Pero al fin su corazón se transformó, - y una mañana, levantándose con la
aurora, se colocó delante del sol y le habló así:
«¡Tú gran astro! ¡Qué sería de tu
felicidad si no tuvieras a aquellos a quienes iluminas! Durante diez años has
venido subiendo hasta mi caverna: sin mí, mi águila y mi serpiente te habrías
hartado de tu luz y de este camino. Pero nosotros te aguardábamos cada mañana,
te liberábamos de tu sobreabundancia y te bendecíamos por ello. ¡Mira! Estoy
hastiado de mi sabiduría como la abeja que ha recogido demasiada miel, tengo
necesidad de manos que se extiendan. Me gustaría regalar y repartir hasta que
los sabios entre los hombres hayan vuelto a regocijarse con su locura, y los
pobres, con su riqueza. Para ello tengo que bajar a la profundidad: como haces
tú al atardecer, cuando traspones el mar llevando luz incluso al submundo,
¡astro inmensamente rico! Yo, lo mismo que tú, tengo que hundirme en mi ocaso,
como dicen los hombres a quienes quiero bajar. ¡Bendíceme, pues, ojo tranquilo,
capaz de mirar sin envidia incluso una felicidad demasiado grande! ¡Bendice la
copa que quiere desbordarse para que de ella fluya el agua de oro llevando a
todas partes el resplandor de tus delicias! ¡Mira! Esta copa quiere vaciarse de
nuevo, y Zaratustra quiere volver a hacerse hombre.»
- Así comenzó el ocaso de
Zaratustra.
Zaratustra bajó solo de las
montañas sin encontrar a nadie. Pero cuando llegó a los bosques surgió de
pronto ante él un anciano que había abandonado su santa choza para buscar
raíces en el bosque.
Y el anciano habló así a Zaratustra:
Y el anciano habló así a Zaratustra:
No me es desconocido este
caminante: hace algunos años pasó por aquí. Zaratustra se llamaba; pero se ha
transformado. Entonces llevabas tu ceniza a la montaña: ¿quieres hoy llevar tu
fuego a los valles? ¿No temes los castigos que se imponen al incendiario? Sí,
reconozco a Zaratustra. Puro es su ojo, y en su boca no se oculta náusea
alguna. ¿No viene hacia acá como un bailarín? Zaratustra está transformado,
Zaratustra se ha convertido en un niño, Zaratustra es un despierto: ¿qué
quieres hacer ahora entre los que duermen? En la soledad vivías como en el mar,
y el mar te llevaba. Ay, ¿quieres bajar a tierra? Ay, ¿quieres volver a
arrastrar tú mismo tu cuerpo?
Zaratustra respondió:
«Yo amo a los hombres.»
¿Por qué, dijo el santo, me
marché yo al bosque y a las soledades? ¿No fue acaso porque amaba demasiado a
los hombres? Ahora amo a Dios: a los hombres no los amo. El hombre es para mí
una cosa demasiado imperfecta. El amor al hombre me mataría.
Zaratustra respondió: «¡Qué dije
amor! Lo que yo llevo a los hombres es un regalo.»
No les des nada, dijo el santo.
Es mejor que les quites alguna cosa y que la lleves a cuestas junto con ellos -
eso será lo que más bien les hará: ¡con tal de que te haga bien a ti! ¡Y si
quieres darles algo, no les des más que una limosna, y deja que además la
mendiguen!
«No, respondió Zaratustra, yo no
doy limosnas. No soy bastante pobre para eso.» El santo se rió de Zaratustra y
dijo: ¡Entonces cuida de que acepten tus tesoros! Ellos desconfían de los
eremitas y no creen que vayamos para hacer regalos. Nuestros pasos les suenan
demasiado solitarios por sus callejas. Y cuando por las noches, estando en sus
camas, oyen caminar a un hombre mucho antes de que el sol salga, se preguntan:
¿adónde irá el ladrón?. ¡No vayas a los hombres y quédate en el bosque! ¡Es
mejor que vayas incluso a los animales! ¿Por qué no quieres ser tú, como yo, -
un oso entre los osos, un pájaro entre los pájaros?
«¿Y qué hace el santo en el
bosque?», preguntó Zaratustra.
El santo respondió: Hago canciones y las canto;
y, al hacerlas, río, lloro y gruño: así alabo a Dios.
Cantando, llorando, riendo y
gruñendo alabo al Dios que es mi Dios. Mas ¿qué regalo es el que tú nos traes?
Cuando Zaratustra hubo oído estas
palabras saludó al santo y dijo:
«¡Qué podría yo daros a vosotros! ¡Pero déjame
irme aprisa, para que no os quite nada!» -Y así se separaron, el anciano y el
hombre, riendo como ríen dos muchachos. Mas cuando Zaratustra estuvo solo,
habló así a su corazón: «¡Será posible! ¡Este viejo santo en su bosque no ha
oído todavía nada de que Dios ha muerto!»
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