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http://www.scribd.com/doc/20953306/Estetica-relacional-Nicolas-Bourriaud
Continuación del Prólogo
La estética relacional y el materialismo aleatorio.
La estética relacional se inscribe en una tradición materialista. Ser "materialista “no significa quedarse sólo en la pobreza de los hechos, y no implica tampoco esa estrechez de espíritu que consiste en leer las obras en términos puramente económicos. La tradición filosófica en la que se apoya esta estética relacional ha sido notablemente definida por Louis Althusser, en uno de sus últimos textos, como un "materialismo del encuentro" o materialismo aleatorio. Este materialismo toma como punto de partida la contingencia del mundo que no tiene ni origen, ni sentido que le precede, ni Razón que le asigne un objetivo. Así, la esencia de la humanidad es puramente trans-individual, hecha por lazos que unen a los individuos entre sí en formas sociales que son siempre históricas: "la esencia humana es el conjunto de las relaciones sociales" (Marx). No existe la posibilidad de un "fin de la historia", ni un "fin del arte", puesto que la parte se vuelve a comprometer permanentemente en función del contexto, es decir en función de los jugadores y del sistema que construyen o critican. Hubert Damisch veía en las teorías del "fin del arte" el resultado de una gran confusión entre "el fin del juego"(game) y "el fin de la partida" (play): cuando el contexto social cambia radicalmente es una nueva partida lo que se anuncia, sin que el sentido del juego propiamente dicho esté en tela de juicio.7 El juego inter-humano que constituye nuestro objeto -"El arte es un juego entre los hombres de todas las épocas" (Duchamp) - supera sin embargo el marco de lo que comúnmente se llama "arte": las "situaciones construidas" proclamadas por la Internacional situacionista pertenecen entonces a este "juego" a pesar de Guy Debord, que les negaba en última instancia todo carácter artístico, y consideraba la "superación del arte" como una revolución de la vida cotidiana. La estética relacional no constituye una teoría del arte, ya que esto implicaría el enunciado de un origen y de un destino, sino una teoría de la forma. ¿A qué llamamos forma? A una unidad coherente, una estructura (entidad autónoma de dependencias internas) que presenta las características de un mundo: la obra de arte no es la única; es sólo un subgrupo de la totalidad de las formas existentes. En la tradición filosófica materialista que inauguraron Epicuro y Lucrecio, los átomos caen paralelos en el vacío, ligeramente en diagonal. Si uno de esos átomos se desvía de su recorrido, "provoca un encuentro con el átomo vecino y de encuentro en encuentro, una serie de choques y el nacimiento de un mundo". Así nacen las formas, a partir del "desvío" y del encuentro aleatorio entre dos elementos hasta entonces paralelos. Para crear un mundo, este encuentro debe ser duradero: los elementos que lo constituyen deben unirse en una forma, es decir que debe haber posesión de un elemento por otro (decimos que el hielo "se solidifica"). La forma puede definirse como un encuentro duradero. Encuentros duraderos, líneas y colores inscriptos en la superficie de un cuadro de Delacroix, los objetos desechos que aparecen en los "cuadros Merz" de Schwitters, las performances de Chris Burden: más allá de la calidad de la puesta en página o de la puesta en el espacio, se revelan como duraderos a partir de que sus componentes forman un conjunto cuyo sentido "persiste" en el momento del nacimiento, planteando "posibilidades de vida" nuevas. Cada obra es así el modelo de un mundo viable. Cada obra, hasta el proyecto más crítico y más negador, pasa por ese estado de mundo viable, porque hace que se encuentren elementos hasta entonces separados: por ejemplo, la muerte y los medios en Andy Warhol. Deleuze y Guattari no decían otra cosa cuando definían la obra de arte como un "bloque de afectos y de percepciones"8: el arte mantiene juntos momentos de subjetividad ligados a experiencias particulares, ya sean las manzanas de Cézanne o las estructuras rayadas de Buren. La composición de esta argamasa, con la que los átomos llegan a constituirse en mundo, se revela de hecho dependiente del contexto histórico: lo que el público de hoy entiende por "mantener juntos" no es lo mismo que lo que se podía imaginar en el siglo pasado. Hoy, el "pegamento" es menos visible, ya que nuestra experiencia visual se ha vuelto compleja, enriquecida por un siglo de imágenes fotográficas y luego cinematográficas -que introdujeron el plano secuencia como nueva unidad dinámica- permitiéndonos reconocer como "mundo" una colección de elementos dispersos (la instalación por ejemplo) que no reúne ningún material unificador, ningún bronce. Otras tecnologías permitirán quizá que el espíritu humano reconozca tipos de "formas-mundos" aún desconocidos: la informática, por ejemplo, privilegia la noción de programa que modifica la manera en que ciertos artistas conciben su trabajo. La obra de un artista toma así el estatuto de un conjunto de unidades que pueden ser reactivadas por un espectador-manipulador. Insisto entonces, quizá demasiado, sobre lo inestable y lo diverso del concepto de "forma", una noción de la cual podemos percibir la extensión en el famoso mandamiento del fundador de la sociología, Emile Durkheim, que considera los "hechos sociales" como "cosas". Porque la "cosa" artística se plantea a veces como un "hecho" o un conjunto de hechos que se producen en el tiempo o el espacio, sin que su unidad -que hace de ella una forma, un mundo- sea replanteada. El cuadro se abre, después del objeto aislado puede ahora abarcar la escena entera: la forma de la obra de Gordon Matta-Clark o de Dan Graham no se reduce a "cosas" que estos dos artistas "producen"; no es el simple efecto secundario de una composición, como lo desearía una estética formalista, sino el principio activo de una trayectoria que se desarrolla a través de signos, de objetos, de formas y de gestos. La forma de la obra contemporánea se extiende más allá de su forma material: es una amalgama, un principio aglutinante dinámico.
Una obra de arte es un punto sobre una línea. La forma y la mirada del otro Si, como lo escribe Serge Daney, "toda forma es un rostro que nos mira", ¿qué es entonces una forma cuando está sumergida en la dimensión del diálogo? ¿Qué es una forma que sería relacional en su esencia? Nos parece interesante discutir esta cuestión, tomando como punto de referencia la fórmula de Serge Daney, justamente por su ambivalencia: ya que las formas nos miran, ¿cómo debemos mirarlas nosotros? La forma se define a menudo como un contorno que se opone al contenido. Pero la estética modernista habla de "belleza formal" refiriéndose a una suerte de (con)fusión entre forma y fondo, a una adecuación inventiva de ésta hacia aquélla. Se juzga una obra a través de su forma plástica; la crítica más común, en relación a las nuevas prácticas artísticas, consiste desde ya en negarles toda "eficacia formal" o en subrayar sus carencias en la "resolución formal". Si observamos las prácticas artísticas contemporáneas, más que las "formas", deberíamos hablar de "formaciones", lo opuesto a un objeto cerrado sobre sí mismo por un estilo o una firma. El arte actual muestra que sólo hay forma en el encuentro, en la relación dinámica que mantiene una propuesta artística con otras formaciones, artísticas o no. No existen formas en la naturaleza, en estado salvaje, ya que es nuestra mirada la que las crea, recortándolas en el espesor de lo visible. Las formas se desarrollan unas a partir de otras. Lo que ayer era considerado como informe o "informal", ya no lo es hoy. Cuando la discusión estética evoluciona, el estatuto de la forma evoluciona con ella y por ella. En las novelas de Witold Gombrowicz se ve cómo cada individuo genera su propia forma a través de su comportamiento, su manera de presentarse y de dirigirse a los demás. La forma nace en esa zona de contacto en la cual el individuo lucha con el Otro, para imponerle lo que cree ser su "ser". Nuestra "forma" es entonces, para Gombrowicz, únicamente una propiedad relacional que nos liga con aquellos que nos transforman en cosa al mirarnos, retomando la terminología sartreana. El individuo, cuando cree estar mirándose objetivamente, sólo está mirando el resultado de perpetuas transacciones con la subjetividad de los demás.
Para algunos, la forma artística escaparía a esta fatalidad por estar mediatizada por una obra. Nuestra convicción, por el contrario, es que la forma toma consistencia, y adquiere una existencia real, sólo cuando pone en juego las interacciones humanas; la forma de una obra de arte nace de una negociación con lo inteligible. A través de ella, el artista entabla un diálogo. La esencia de la práctica artística residiría así en la invención de relaciones entre sujetos; cada obra de arte en particular sería la propuesta para habitar un mundo en común y el trabajo de cada artista, un haz de relaciones con el mundo, que generaría a su vez otras relaciones, y así sucesivamente hasta el infinito. Estamos aquí en las antípodas de esa versión autoritaria del arte que descubrimos en los ensayos de Thierry de Duve, 9para quien toda obra no es más que una "suma de juicios" históricos y estéticos enunciados por el artista en el acto de realización. Pintar sería entonces inscribirse en la historia a través de elecciones plásticas. Estamos en presencia de una estética fiscalizadora, en la cual el artista está frente a la historia del arte en plena autarquía de sus convicciones; una estética que rebaja la práctica artística al nivel de una crítica histórica sumarial: el "juicio" práctico es perentorio y definitivo, es la negación del diálogo que sólo concede a la forma un estatuto productor, el de un "encuentro". La intersubjetividad, en el marco de una teoría "relacionista" del arte, no representa solamente el marco social de la recepción del arte, que constituye su "campo" (Bourdieu), sino que se convierte en la esencia de la práctica artística. Es por el efecto de esta invención de relaciones que la forma se transforma en "rostro", como decía Daney. Esta fórmula nos recuerda por supuesto lo que sirve de base al pensamiento de Emmanuel Levinas, para quien el rostro representa el signo de lo éticamente prohibido. El rostro, dice Levinas, es "lo que me obliga a servir al otro", "lo que nos prohíbe matar". Toda "relación intersubjetiva" pasa por la forma del rostro, que simboliza la responsabilidad que nos incumbe en función del otro: "lo que nos une al otro es la responsabilidad".10 Pero, ¿la ética no tendría acaso otro horizonte que este humanismo que reduce la intersubjetividad a una suerte de inter servidumbre? ¿La imagen, metáfora del rostro según Daney, no sería entonces sólo capaz de producir lo prohibido a través del peso de la "responsabilidad"? Cuando Daney explica que "toda forma es un rostro que nos mira" no nos dice únicamente que somos responsables. Para estar seguros, basta con volver al significado profundo de la imagen de Daney: para él, "inmoral" cuando nos sitúa "allí donde no estábamos", cuando "toma el lugar de otra".11 No se trata solamente, para Daney, de una referencia a la estética Baziniana-Rosselliniana que postula el "realismo ontológico" del arte cinematográfico, aunque esté en el origen de su pensamiento. Según él, la forma, representada en una imagen no es otra cosa que la representación del deseo: producir una forma es inventar encuentros posibles, es crear las condiciones de un intercambio, algo así como devolver la pelota en un partido de tenis. Si vamos más allá del razonamiento de Daney, la forma es la delegada del deseo en la imagen. Es el horizonte a partir del cual la imagen puede tener un sentido, mostrando un mundo deseado, que el espectador puede entonces discutir, y a partir del cual su propio deseo puede surgir. Este intercambio se resume en un binomio: alguien muestra algo a alguien que se lo devuelve a su manera. La obra busca captar mi mirada como el recién nacido "busca" la de su madre: Tzvetan Todorov explicó, en "La vida en común", que la esencia de lo social necesita del reconocimiento, mucho más que de la competencia o la violencia.12 Cuando un artista nos muestra algo despliega una ética transitiva que ubica su obra entre el "mírame" y el "mira esto". Los últimos textos de Daney lamentan el fin de la dupla "Mostrar/Ver" que representaba la esencia de una democracia de la imagen en favor de otra dupla televisiva y autoritaria, "Promover/Recibir", que marca el ascenso de lo "Visual". En el pensamiento de Daney toda forma es un rostro que me mira ya que me llama para dialogar con ella. La forma es una dinámica que se inscribe a la vez, o quizás cada vez, en el tiempo o en el espacio. La forma sólo puede nacer de un encuentro entre dos planos de la realidad: porque la homogeneidad no produce imágenes, sino lo visual, es decir "información sin fin" A través de estos servicios, el artista corrige las fallas del lazo social: la forma se convierte entonces realmente en ese "rostro que me mira". Esa fue la modesta ambición de Christine Hill, que se abocó a las tareas más subalternas -hacer masajes, lustrar zapatos, ser cajera de supermercado, animar reuniones de grupos, etc.- movilizada por la angustia que provoca el sentimiento de inutilidad. Con gestos pequeños el arte, como programa angelical, realiza un conjunto de tareas al lado o por debajo del sistema económico real con el fin de zurcir pacientemente la trama relacional. Carsten Höller, por su parte, aplicó su formación científica de alto nivel inventando situaciones u objetos que ponen en juego el comportamiento humano: una droga que provoca el sentimiento amoroso, escenografías barrocas o experimentos paracientíficos. Otros, como Henry Bond y Liam Gillick, en el marco del proyecto Documents, comenzado en 1990, ajustaron su función a un contexto preciso: a medida que la información "caía" en los teletipos de las agencias de prensa, Bond y Gillick ponían en relación el acontecimiento al mismo tiempo que sus "colegas" y lograban una imagen totalmente desfasada de los criterios habituales de la profesión. En todo caso, Bond y Gillick aplicaban estrictamente los métodos de producción de la prensa, como Peter Fend con su sociedad OECD, o Niek Van de Steeg situado en las condiciones de trabajo del arquitecto. Estos artistas, que actúan en el interior del mundo del arte según los parámetros de "mundos" heterogéneos, introducen universos relacionales regidos por la noción de cliente, encargo, proyecto. Cuando Fabrice Hybert expuso en el Museo de arte moderno de París (febrero de 1995) el conjunto de sus productos industriales, reales o metafóricos, enviados directamente por los fabricantes y destinados a la venta por intermedio de su sociedad "UR" (Unlimited Responsibility), situó al espectador en un lugar incómodo. El proyecto, tan alejado del ilusionismo de Guillaume Bijl como de una reproducción mimética de los intercambios mercantiles, se interesaba por la dimensión del deseo en la economía. Por medio de su actividad comercial -importación y exportación de asientos del Magreb- transformando el Museo de arte moderno de París en supermercado, Huybert definió el arte como una función social entre otras, permanente "digestión de datos" cuyo objetivo sería volver a encontrar los "deseos iniciales que precedieron la fabricación de los objetos". ¿Cómo ocupar una galería? Los intercambios entre las personas, en el espacio de la galería o del museo, se revelan también susceptibles de servir como materia bruta para un trabajo artístico. La inauguración forma parte a menudo del dispositivo de la exposición, un modelo de circulación ideal del público: la de L'exposition du vide de Yves Klein, en abril de 1958, fue un prototipo. Desde la presencia de la guardia republicana a la entrada de la galería Iris Clert, hasta el trago azul que se les ofrecía a los visitantes, Klein trató de controlar todos los aspectos de la rutina del protocolo de una inauguración, dándoles una función poética que abarcaba su objeto: el vacío. El trabajo de Julia Scher, Security by Julia, consistió en ubicar, en distintos lugares de la exposición, dispositivos de vigilancia, lo que podría ser un eco: el flujo humano de los visitantes, y su regulación posible, se convierte entonces en la materia prima y en el tema de la obra. Y entonces, la totalidad del proceso de la exposición se encuentra "ocupada" por el artista. En 1962, Ben vivió y durmió en la galería One, en Londres, durante quince días, con sólo algunos accesorios indispensables. En Niza, en agosto de 1990, Pierre Joseph, Philippe Parreno y Philippe Perrin "habitaron" también la galería Air de Paris, en sentido estricto y figurado, con la exposición Les ateliers du Paradise. No se trataba de una nueva versión de la performance de Ben; los dos proyectos se referían a universos relacionales radicalmente diferentes, tan divergentes en cuanto a su fundación ideológica y estética como pueden serlo sus respectivas épocas. Cuando Ben vivía en la galería, quería destacar que el dominio del arte estaba en expansión, abarcando incluso el acto de dormir y desayunar del artista. En cambio, cuando Joseph, Parreno y Perrin ocuparon la galería lo hicieron para armar un taller de producción, un espacio "fotogénico" co-dirigido con "el que mira", a través de juegos de roles precisos. En la inauguración de los Ateliers du Paradise, cada uno estaba vestido con una remera personalizada ("El miedo", "Lo gótico", etc.); las relaciones que se tejían entre los visitantes se transformaban en un guión-minuto, escrito en directo por la cineasta Marion Vernoux en la computadora de la galería: el juego de las relaciones humanas era así materializado siguiendo los principios de un videojuego interactivo -"película en tiempo real"- vivido y producido por los tres artistas. Intervinieron en él numerosas personas -otros artistas, pero también psicoanalistas, entrenadores y deportistas, amigos, etc.- contribuyendo así a la construcción de un espacio de relaciones. El trabajo "en tiempo real" que tiende a la confusión entre creación y exposición fue utilizado también por Félix González-Torres, Matthew McCaslin y Liz Lamer en la exposición Work. Work in progress. Work en la galería Andrea Rosen (1992), y luego en This is the show and the show is many things en Gand (octubre de 1994) antes de encontrar una forma más teórica en mi exposición Traffic. En estos casos, cada artista podía intervenir durante la exposición para modificar su obra, remplazaría o proponer una actuación o acontecimiento. Cada modificación cambiaba el contexto general y la exposición desempeñaba su papel de manera flexible, el trabajo del artista la privaba de forma. El visitante ocupaba un lugar preponderante ya que su interacción con las obras contribuía a definir la estructura de la exposición. En los Stocks o en los montones de caramelos de González-Torres, por ejemplo, los visitantes -que se enfrentaban a dispositivos que requerían de su decisión- estaban autorizados a llevarse algo (un caramelo, una hoja de papel) de la pieza, que lisa y llanamente desaparecería si cada uno de ellos ejercía su derecho. El artista interpelaba el sentido de la responsabilidad y el visitante debía comprender que su gesto contribuía a la disolución de la obra. ¿Qué postura se debía adoptar frente a una obra que repartía sus componentes al mismo tiempo que buscaba salvar su estructura? Esa misma ambigüedad esperaba "al que mira" al Go-go dancer (1991), un joven en tanga moviéndose sobre un cubo diminuto, o a los Personnages vivants à réactiver que Pierre Joseph alojaba en las exposiciones durante la inauguración: frente a La mendiante agitando su matraca en la exposición No man's time (Villa Arson,1991), sólo se podía desviar la mirada, apabullado por las intenciones estéticas, que transforman sin precaución al ser humano asimilándolo con las obras que lo rodean. Vanessa Beecroft jugaba en un registro similar, aunque manteniendo "al que mira" a cierta distancia: en su primera exposición personal en la galena de Esther Schipper (Colonia, noviembre de1994) la artista sacaba fotos, desplazándose entre unas diez jóvenes ataviadas de la misma manera, con polera, bombacha y peluca rubia, situadas detrás de una barrera que sólo permitía la entrada a la galería a dos o tres personas al mismo tiempo para que vieran la escena desde lejos. Una extraña población frente a la mirada curiosa del espectador- mirón: personajes de Pierre Joseph salidos de un imaginario fantástico popular, dos hermanas gemelas expuestas debajo de dos cuadros por Damien Hirst (Art cologne,1992), una mujer que se desnuda (Dike Blair), un caminante en acción sobre un piso rodante, en un camión con paredes transparentes que muestran el itinerario de un parisino elegido al azar (Pierre Huyghe, 1993), un músico tocando el organito con un mono (Meyer Vaisman, Galería Jablonka,1990), ratones alimentados con queso "Bel Paese" por Maurizio Cattelan, aves emborrachadas por Carsten Hóller con pedazos de pan empapados en whisky (video colectivo Unplugged, 1993), mariposas atraídas por telas monocromáticas embadurnadas de pegamento (Damien Hirst, In and out of love, 1992), animales y humanos cruzándose en galerías que sirven de tubo de ensayo para experimentos sobre el comportamiento individual o social. Cuando Joseph Beuys pasaba unos días encerrado junto a un coyote (like America and America likes me), se entregaba a una demostración de sus poderes, indicando una reconciliación posible entre el hombre y el mundo "salvaje". Por el contrario, en lo que respecta a la mayoría de las piezas ya mencionadas, el autor no tiene una idea preestablecida de lo que va a pasar: el arte se hace en la galería, así como para Tristan Tzara "el pensamiento se hace en la boca"
BOURRIAUD, Nicolás. 2006- 2008. Estética Relacional. Adriana Hidalgo Editores S. A. Argentina
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